Mi nombre es Agustin, soy argentino y tengo 35 años. Llevo 10 meses viviendo en Perú y sí, surfeo. No soy ese surfista que nació y se crió en la orilla del mar. Soy un surfista que nació y vivió toda su vida lejos del mar. Vengo de muy lejos del mar, de una tierra a 400 km de la ola más cercana de Argentina. Sin embargo, cuando por fin sentí el mar por primera vez, se me metió en las venas. Comencé con el bodyboard como muchos, pero el surf siempre me gustó. Fue allá, en el muelle de Mar de Ajó, donde el surf entró por mis ojos y me llegó al alma, convirtiéndome en un apasionado de este deporte.
La curva de aprendizaje del surf es, sin duda, un camino largo. Exige tiempo, constancia y, claro, buenas olas. Algo que en Argentina me era casi imposible. Con suerte lograba ir al mar una vez al mes, y aunque las olas allá son increíbles, rara vez coincidían con mis pocos momentos libres. Pero desde que pisé Perú, todo cambió. Esos 400 kilómetros de distancia se convirtieron en apenas diez cuadras. Ahora vivo a diez cuadras de Punta Roquitas o a doce de Makaha. Tener el mar tan cerca es, literalmente, un sueño hecho realidad. Poder chequear las cámaras de Surf Place y salir corriendo cuando las olas están buenas, no tiene precio. Esta cercanía, esta libertad, me llena de una felicidad inmensa.

Y aquí, luego de mi presentación, arranca lo emocionante. La Herradura debe ser la playa más famosa de Lima para el surf, mundialmente conocida y con una cantidad de videos admirables en redes sociales que admito ver una y otra vez. Es una izquierda larga, con varias secciones; un verdadero paraíso que todo país desearía tener y proteger. Para mí, era un sueño conocerla y, algún día, correr una ola allí.
Desde hacía tiempo, venía pidiéndole a todo surfista que conocía y que me hablaba de La Herradura, que me llevara. Y de repente, llegó el momento. Llevaba tiempo hablando con Rodrigo, quien surfea allí hace años y me había prometido que un día me llevaría, como tantos otros. Pero él sí cumplió. Estaba yo tomando mi famoso mate argentino, él su café, y mientras charlabamos de todo un poco, le contaba lo mal que me había ido en una sesión en Punta Roquitas.
De la nada, me suelta: “Mañana voy a La Herradura… Si puedes, súmate.” Para qué. Se me dibujó una sonrisa de oreja a oreja. No podía creerlo, ¡al fin uno de mis sueños estaba a punto de hacerse realidad! “Sí, claro que puedo, dame un segundo que reacomodo todo.” Llamé al trabajo para avisar que por la mañana estaría inoperativo por un “trámite”. Mentí. Luego, a mi novia para decirle que le abriera a la empleada, que iba a estar en casa a las ocho de la mañana y que ella se hiciera cargo. Todo acomodado, le pregunté: “¿Dónde nos encontramos? ¿A qué hora me vas a buscar?”. Rodrigo contestó: “5:15am, por la puerta de tu casa”.
Desde esa confirmación, me cagué en las patas. Las famosas mariposas en la panza aparecieron. No había visto el pronóstico, pero sabía que es común que La Herradura, con un buen swell, supere los dos metros. Ay Dios, los nervios se me mezclaban con la euforia de la realidad. Rodrigo me miraba, y yo por dentro pensaba: “Debe creer que fue la peor idea del mundo llevarme”. Iba y venía, preguntaba de todo tipo: “¿Qué tabla llevo? ¿Qué traje uso?”. Más kook imposible. Seguía con el ir y venir, tomaba mate, caminaba, volvía con el mate: “¿Cómo va a estar? ¿La entrada es fácil? ¿Y la salida, por dónde la hago?”. Así hice mil preguntas, al estilo de un nene de ocho años emocionado porque su hermano mayor lo va a llevar a pasear con sus amigos, hasta que me despidió con un “5:15 te paso a buscar, nos vemos”.


Camino a casa, entré al departamento, y mi novia, con solo mirarme, me preguntó: “¿Qué te pasa? ¿Estás nervioso?” Me conoce bien. “Mañana a las 5:15 me pasan a buscar para ir a La Herradura”, le respondí. Ella, que me había escuchado hablar del lugar millones de veces, se alegró por mí. Terminé de cenar, me apresuré a preparar todo: la tabla, el traje, el poncho, la mochila. Dejé todo listo. Puse la alarma a las 4:30 y me metí en la cama a las 22:00.
Pero desde el momento en que me acosté hasta que sonó la alarma, jamás logré cerrar los ojos. Toda la noche la pasé repasando en mi mente cómo sería esa mañana de surf. Cómo sería realmente el lugar, cómo iba a entrar al agua, si habría mucha gente, si las olas serían demasiado grandes o serían aptas para mí. Todo era una incógnita que me mantuvo en vela. A las 4:30 en punto, sin haber pegado un ojo en toda la noche, la alarma sonó. La apagué y me levanté en silencio de la cama. Me lavé la cara y fui a desayunar. Comí un poco de fruta, me tomé un jugo de naranja, sin saber realmente qué más comer. Tenía miedo de devolverlo todo por los nervios, ¡sería un papelón! El mensaje llegó: “Estoy saliendo”. Me lavé los dientes, agarré la tabla y mis cosas, y bajé a esperar..
Rodrigo, puntual, llegó a las 5:15. Cargamos todo en el auto y nos dirigimos a La Herradura. Todavía era de noche, no se veía nada, el tráfico era casi nulo y a las 5:30 ya estábamos allí. “¡Cambiate, dale!”, me dijo Rodrigo, y el nerviosismo circuló por cada fibra muscular de mi cuerpo. “Para, que es de noche, no se ve nada”, le respondí, tratando de ganar tiempo. En ese instante, se escuchó un “¡Grraauuu!”. Aunque la oscuridad lo envolvía todo, el mar estaba ahí, rompiendo con fuerza, chocando contra las piedras. Mi cuerpo comenzó a temblar.
Rodrigo insistía: “Dale, cambiate”. Yo no quería saber nada, trataba de enfocarme para distinguir el tamaño de las olas, pero la oscuridad no me dejaba ver nada. “¿Te vas a cambiar?”, me preguntó de nuevo. Empecé a cambiarme, muy lentamente, con la esperanza de que el día aclarara y me permitiera observar el mar, pero nada. “Dale, que arrancamos la caminata. Cuando lleguemos a la punta va a aclarar, quédate tranquilo”. Terminé de cambiarme a toda prisa, guardé todo y comenzamos la caminata hacia la punta. El camino era casi cien por ciento de piedras, al principio comenzó bien pisado, con algo de barro, pero enseguida aparecieron las piedras, obligándome a tantear el terreno con el pie.
Durante el trayecto, se escuchaba el agua muy cerca y las olas rompiendo con un ruido monstruoso. Mi corazón latía cada segundo más fuerte. Mientras avanzábamos por el sinuoso sendero, identifiqué un espumón gigante que nos pasó a pocos metros, con un ruido increíble. No lo podía creer. Estaba a unos metros de cumplir uno de mis sueños y, a la vez, sentía un miedo terrible. Llegamos a la punta después de unos quince o veinte minutos de caminata. El día aclaraba tímidamente; yo veía un poco borroso, pero algo comenzaba a percibirse. Vi pasar unas pequeñas espumas y eso me llamó la atención. “Está pequeño, ¿todo el ruido y el espumón que vi fue una ilusión?”, pensé.
Enseguida Rodrigo comenzó a explicarme por dónde íbamos a entrar. Me mostró la piedra, me dijo que la bordearíamos y que me agarrara la pita para que no se me enganchara en alguna roca o punta sobresaliente. “Ahí viene la serie”, me dijo. Yo miraba, pero seguía sin ver nada; para mí, todo era un manto gris oscuro. El mar y su horizonte se mezclaban en un fondo sin fin con el cielo. En ese preciso momento, una ola estalló contra la punta, salpicando con furia, y vi abrirse una ola de dos metros sólidos, una masa de agua inmensa que se levantaba a no más de diez metros de donde estábamos y comenzaba a romper. Era una perfección sacada de un cuento. Lo que soñé lo estaba viviendo. El ruido que generó esa ola fue lo más hermoso que escuché por el momento. No lo podía creer, estaba a punto de correr ese sueño.
Con toda la explicación de como entrar al agua, la mañana más clara y volando de felicidad, “Salta ahora” y salte al agua agarrado de mi pita. El salto a la felicidad, el salto a estar a un par de remadas de correr La Herradura. Agarre la tabla y remé para acomodarme en el point. Una vez en posición, sentado en mi tabla, me puse a contemplar el lugar. No lo podía creer. Pude ver claramente todo el trayecto que habíamos caminado, el punto exacto donde salté, las piedras que aparecían y desaparecían con el vaivén del agua, y el cerro, cortado con una perfección casi quirúrgica, una altura imponente que lograba contener el viento para que la ola rompiera de manera impecable. ¡Qué lugar!
Los locales comenzaron a llegar, algunos remando desde la orilla, otros saltando directamente desde la punta. Rápidamente, unos quince se agruparon en el point, acurrucados, como buscando darse calor para soportar lo fría que está el agua. Yo me senté unos metros más abajo y un poco abierto, manteniendo el debido respeto. Se respiraba surf del bueno.
La acción comienza, veo la serie venir, remo para abrirme un poco más y no molestar a nadie y miro como uno a uno se va lanzando en las olas, de buen tamaño. Observo cómo se van abriendo desde la punta, corriendo por la pared de la ola, hasta volver para el lado de las piedras, donde la ola se vuelve armar y entrega una nueva sección, que los pierdo de vista debido al tamaño de la ola, pero se ve como van sacando agua en cada corte. Mientras tanto percibía como es el movimiento del pico, aprendía cómo entran y salen surfistas. Donde hay que agarrar la ola, en el medio hay una piedra que como que se chupa la ola y te lanza. Trato de descifrar ese movimiento y poco a poco me voy acercando al pico.
Pasados unos 50 minutos de observar toda la situación procedo a acercarme con convicción de agarrar una ola. Mi miedo era caerme y fallar en la remada. En la caída me podía lastimar con una de las piedras que están al lado o también quedarme en el medio del que venía atrás y cagarle la ola. Ninguna de las dos situaciones quería que me sucedieran.
Entonces el set llegó. Por lo que estaba observando, venían de 4 a 6 olas y eramos 8 en el point en ese momento. Entró la primera, le siguió la segunda, continuó con la tercera, para mi la más grande del set, la cuarta demoró unos segundos más, entró la quinta, llegó la sexta y quedamos dos solos en el point. Me posicioné sobre la roca, decidido: la próxima que venía, la remaría. De la nada, apareció una séptima y no lo dude ni un segundo, remé con toda mis fuerza y ahí me paré, sin dejar de mirar de reojo, que a mi izquierda, el octavo que quedaba esperando estaba remando también. Me pare con cuidado y él se me lanzó. Mantuve mi línea para no chocarlo y él se cayó.
Fue entonces cuando empecé a bombear, de la emoción me pase y me quede sin ola, por suerte pude volver a la espuma para nuevamente correr la pared que no paraba de abrir. Una emoción electrizante recorre mi cuerpo. Estaba surfeando La Herradura. Continúe corriendo la pared, sin grandes movimientos. Mis piernas se cansaron rápidamente, creo que nunca corrí una ola tan larga y con fuerza. Finalmente me salí de la ola, con una sonrisa de oreja a oreja, la alegría me desbordaba. Uno de mis sueños cumplidos. Un hermoso bautismo.
Se que no lo agarre clásico, ni grande y tal vez dirán que eso que corrí no es “La Herradura”, pero para ser mi primera vez, tener un nivel intermedio, me voy super feliz y contento. Luego corrí un par de olas más abajo, más cortas, pero de buen tamaño.
Quedé enloquecido y fascinado con el lugar. Sé que voy a levantar el nivel para poder agarrarlo mejor todavía y disfrutar más de la ola. Espero lograr más bautismos como este en otras icónicas olas del Perú.
Quiero agradecer a Rodrigo por llevarme y ser tan paciente conmigo. Sé que no es fácil llevar a alguien a un lugar tan emblemático. Espero responder con la misma pasión con la que él me mostró el lugar.
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3 respuestas
Yayo amigo que orgullo
Me gusto mucho el relato y habiendo surfeado tantas veces con vos te pude imaginar ahí bajando esa ola.
Qué experiencia amigo te felicito eso es Surfing.
Abrazo grande
Tremenda crónica!!! Se vive la emoción a flor de piel, el lugar, la sensaciones. Felicitaciones! 🌊🏄🏽♂️
paciencia y constancia 🙂